Friday, July 28, 2006

Lectura para claudia
Periodistas y decisiones morales
Jesús Urbina Serjant *

Cada día, los periodistas y los medios de información tomamos decisiones que constituyen serios desafíos morales. La elección de un título, el balance entre dos versiones contradictorias de una noticia, la reserva de identidad de una fuente controversial, el tratamiento informativo de personajes afectos a quien comunica. En todos estos casos hay una constante: el delicado equilibrio entre lo deontológicamente aceptable y lo que conviene a los intereses particulares de la dupla periodista-empresa informativa.
Sin querer pontificar sobre una inmaculada moralidad mediática y profesional, es preciso advertir que el reto mayor de la función informativa contemporánea se deriva de sus múltiples implicaciones éticas. Es fácil convencerse de esto si se considera la tensión que produce el rechazo a la regulación estatal de la prensa y de la labor periodística. Cuando se contesta sonoramente con un firme "no" a las tentativas de control legal por parte de los poderes públicos, hay que estar listos para proponer alguna alternativa de ponderación de las conductas de periodistas y medios, con frecuencia acusados, como somos, de graves excesos y de cultivar cierta impunidad comunicacional.
No resulta nada cómodo responder a los llamados a nuestra responsabilidad, porque el arreglo de la acción informativa según criterios de justicia y de íntegra honestidad le agrega un esfuerzo inusitado a las exigencias del deber de informar.
Hace bastante tiempo, sin embargo, que inventamos los mecanismos de la autorregulación. Supimos rodearnos de códigos de honor, tribunales disciplinarios y comités de ética. Pero el momento clave sigue siendo un asunto en extremo solitario y absolutamente individual: la escogencia entre el beneficio propio y la lealtad a nuestros compromisos morales.
Responsabilidad y autocontrol
En algunos de sus textos más conocidos sobre la ética de la información, el catedrático español Hugo Aznar1 se pregunta por la titularidad de la regulación sobre el desempeño de medios y periodistas. La interrogante ha surgido, incluso mucho antes que Aznar, a propósito de la misión fiscalizadora que los informadores pretendemos cumplir, en nombre de la sociedad entera, frente a los ejercicios políticos del Estado.
Parece válida la duda pues nada debería justificar que un solo sector de la ciudadanía, por más legítimo que sea su interés, obtenga una patente de corso para escudriñar en la vida y milagros de los demás sujetos, sin que nadie pueda cuestionar la intencionalidad que le guía.
En un excelente artículo acerca de la dimensión ética del periodismo actual, el colega boliviano José Luis Exeni2 apunta que si bien la regulación de la actividad informativa es un riesgo caro para la prensa y la comunidad misma, no regularla puede convertirse en un peligro (una similar amenaza, agregamos nosotros).
Los periodistas y las empresas de noticias reclaman libertad para informarse y luego informar al público. Esta premisa es de indiscutible legitimidad. Pero también es odiosa, vista desde un ángulo estrictamente ético, si no está cruzada por su valor gemelo en la deontología periodística y mediática: la responsabilidad. Es éste último el que le da su principal virtud a la libertad de información. Sin responsabilidad, el deber de informar se convierte en una suerte de dictablanda incontestable y, a la larga, conduce al peor de los destinos que puede esperar al periodismo y a la prensa libre: la censura, única defensa posible de los enemigos de la libertad.
Está claro que al focalizar el desideratum del comportamiento profesional de los periodistas y de las acciones de la prensa en el tema de la responsabilidad, estamos proponiendo sin ambigüedades la vía del autocontrol. Pero no exactamente como hasta ahora, según creemos, esto se ha planteado. Es decir, poco vale que recojamos nuevamente la iniciativa gremialista o corporativa como punto de arranque de la reflexión ética.
Ese plano grupalista en el que durante medio siglo se ha gestado la búsqueda de soluciones normativas a los problemas morales de la prensa, puede estar en proceso de agotamiento. Y no porque haya sido inútil; no nos contamos nosotros entre los detractores de los códigos de conducta y las otras figuras institucionales de la autorregulación.
Lo que sí criticamos es que el modelo deontológico convencional apela básicamente a la potencia correctiva del gremio o de la asociación, como si las faltas de un solo miembro del cuerpo las tuvieran que asumir sin resistencia los demás. Eso no es muy realista.
Todos los meses tenemos noticias de nuevos códigos deontológicos, nombramientos de defensores del público en medios impresos o radioeléctricos, dictámenes ejemplarizantes de consejos de prensa y publicaciones de novedosos estatutos de Redacción. Junto con ello y en contraste, también recibimos mensajes claros de las audiencias que en todas partes muestran preocupación por los abusos de muchos periodistas y no pocos medios. Éste el penoso trabajo que suelen hacer los colegas de la organización no gubernamental FAIR (Fairness & Accuracy In Reporting, Equidad y Exactitud en el Reporterismo). En uno de sus últimos trabajos, por cierto, ellos se han dedicado a evaluar el patético espectáculo de los medios estadounidenses ante la ejecución del terrorista Timothy McVeigh, responsable del bombazo de Oklahoma City que mató a 168 personas en 1995.
El periodista Exeni, antes citado, se atreve a optar por una ética de las responsabilidades frente a la tradicional ética de principios. Esto significa que la práctica informativa ha de ser vista principalmente a través del prisma de los compromisos deontológicos, más que desde una óptica basada en la formalización teórica de postulados universales y estáticos. Hace mucho que no se oye decir que la deontología es, en esencia, el sentido común aplicado a un quehacer compartido. Hace mucho, ciertamente, la ética dejó de ser un apéndice de la filosofía.
La independencia epistemológica de la ética es algo que ya no se discute, pero la naturaleza del juicio moral llano sigue siendo penetrada por argumentaciones cuasi religiosas. Frecuentemente, esa interferencia despersonaliza la asimilación de las normas de conducta y complica en alto grado el entendimiento de la razón que subyace en los deberes profesionales. La deontología informativa tiene que escapar de la trampa que, sin querer, le ha tendido la filosofía de la moral. Una cosa es la acción virtuosa del periodista o el justo proceder de la empresa noticiosa —además de sus respectivas antítesis—; otra, la investigación profunda y desinteresada de toda actividad relacionada con la función de informar. Aquél es el terreno arado de la deontología; este último, el campo fértil de la ética.
La introspección personal es el camino más largo, aunque probablemente el único eficaz en la tarea de construir lo que Luka Brajnovic3 llamó "criterio ético" como estadio superior de la conciencia moral del periodista. Está bien todo aquello de la invocación de las obligaciones gremiales o corporativas asociadas al deber de informar, pero lo primero y fundamental es que exista un convencimiento íntimo en cada profesional. El compromiso es individual, el juramento es público. La base del edificio moral del periodismo hunde sus pilotes en el sentido personal del deber, reforzado, eso sí, por las instituciones gremiales que vigilan, en favor de la profesión, el cumplimiento de las normas deontológicas.
Esta es la escala apropiada hacia la responsabilidad efectiva. Perseguir el mismo fin desde la trinchera de los formalismos, nos va a dejar sin respuestas creíbles ante las demandas de honestidad e integridad que expresan los ciudadanos.
En tiempos como estos, cuando la prensa venezolana comienza a temer que el gobierno de la Quinta República ceda a la tentación de la censura, nos parece un mejor método —y en todo caso, más propio del talante libertario original de la prensa y el periodismo— para defender la libertad de información, el fortalecimiento de la proyección pública de los medios y los periodistas con la revisión autocrítica y franca de su conducta.
Retos a la ética informativa
El desafío primordial que encaran los periodistas y los medios informativos, en el contexto de su responsabilidad social, se concentra en la superación de un abultado conjunto de vicios.
La tarea es ardua, porque las faltas son numerosas y empiezan a lucir patológicas. Pongamos en primer término el problema de los conflictos de intereses. Ya es cosa común que sepamos de colegas, e incluso de empresas periodísticas, que fácilmente sacrifican el postulado de la veracidad para no comprometer prebendas particulares y las de sus allegados. El compadrazgo y el clientelismo son los antivalores que pudieran desplazar, con descaro pasmoso, a la honestidad y el equilibrio.
Cada vez es más frecuente, por otro lado, el ejercicio simultáneo del periodismo diario y las asesorías de prensa para potenciales —o asiduas— fuentes informativas. Quienes así obran y las empresas alcahuetas marcan distancia del noble principio de la independencia profesional, apoyado en la incompatibilidad de la práctica periodística con los servicios paralelos de publicidad y relaciones públicas en cabeza de un mismo individuo.
Se resiente de igual modo el precepto del respeto a la dignidad humana cuando medios y reporteros extienden un trato denigrante, violento o indiferente a los derechos fundamentales de las personas que eventualmente protagonizan hechos criminales o situaciones infortunadas.
El frágil balance entre lo público y lo privado —ámbito de derechos protegidos por la ley— es desajustado en las arbitrarias invasiones a la intimidad de los ciudadanos por parte de medios amarillistas y periodistas amantes del escándalo.
A cualquier precio se busca y se obtiene una noticia, una "exclusiva", sin importar qué tan mal parado resulte el honor profesional de algunos periodistas y la seriedad de ciertos medios. El periodismo, en oposición a la política, es un arte en el que el fin nunca justifica los medios. Por ello es que no se puede menos que abominar de recursos como el engaño, el empleo de información privilegiada, el soborno, el acoso a la fuente, el encubrimiento de la identidad del periodista y el uso de instrumentos para la captura ilegal de información (cámaras y micrófonos ocultos, webcams furtivas y otros pertrechos).
El principio de la presunción de inocencia es la primera víctima de los excesos del llamado periodismo de denuncia. Periodistas que se autoimponen de las funciones de policías, alguaciles y carceleros, atropellan los beneficios procesales de los individuos sometidos a juicio e incluso se arrogan la potestad de declarar culpabilidad y dictar sentencia.
La tentación amarillista es incontenible a la hora de cubrir tragedias accidentales, catástrofes naturales o simples espectáculos de la miseria social. Las personas involucradas se convierten en objetos sin derechos ni dolientes para una jauría creciente de periodistas y medios con ávida pasión por el morbo.
El discurso de la violencia, o el culto de ésta, se ha apoderado de la función informativa. Los noticieros nacionales y locales de televisión abren sus emisiones con hechos de ralea policial, mientras los portavoces alternativos y las noticias que recogen acontecimientos edificantes son discriminados, desplazados.
Libertad autocrítica
Hace poco se conmemoró una década de la Declaración de Windhoek, manifiesto que sirvió a la Unesco para instituir el 3 de mayo como Día Mundial de la Libertad de Prensa. Sigamos celebrando esa novísima efemérides con ganas de mostrarle al planeta el sacrificio que muchos periodistas hacen en nombre del derecho a la información. Pero guardemos un momento, al menos, para pensar también en las bajas que los informadores causamos entre quienes, por cierto, ni siquiera son nuestros adversarios declarados: el testigo tantas veces acosado, el funcionario señalado injustamente, el público irrespetado en sus derechos más sustantivos.
Nos duele mucho la lista larga y trágica de periodistas asesinados o ilegalmente encarcelados, y de medios de comunicación censurados, clausurados o hasta dinamitados. ¿Y qué tal si sumamos, por puro ejercicio autocrítico nada más, las víctimas de las noticias "montadas", los presos inocentes que ayudamos a mantener entre rejas por acción u omisión, las reputaciones acribilladas por columnistas vengativos, las verdades inmoladas a costa de la autocensura, los abusos mediáticos cometidos por órdenes del rating? Se adivina una lista mucho más dramática que las estadísticas publicadas cada 3 de mayo por Reporteros sin Fronteras y las oficinas de comunicación de la Unesco.
El parte de guerra no resulta negativo sólo para la libertad de infomación. Obviar esta verdad nos pondría irónicamente en el lugar que ocupan esos a quienes tanto combatimos por sus mentiras y su hipocresía.
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